26 nov 2015

Decía Borges que hay derrotas con más dignidad que la victoria, pero yo nunca me sentí digna de perder tus guerras.
 Ni tampoco de ganarlas.

¿Para qué jugársela? Librar una batalla deja secuelas. Y yo no quería cicatrices de ti. Porque ya sabes, tras hacer una costura tanto el hilo como la aguja recordarán haberse encontrado. 
Pero tú eso lo conoces bien. Te gustaba coser. Solías sellarme con nailon los labios todas las noches y así nunca podía robarte el último cigarro. 
Siempre faltaban diecinueve. 

Recuerdo que después leíamos poesía en la ventana y en silencio. Tú no levantabas la mirada del libro y yo descifraba tus facciones. Esa era mi parte favorita. Encontrar versos en las arrugas de tus ojos mientras me leías Neruda con los dedos. A veces contraías los labios, y ese gesto era el que más me gustaba. Alcanzabas el clímax y todos tus poros olían a placer. A continuación pestañeabas con rapidez y yo me corría viéndote volar. Tú lo llamabas sexo literario. 
Yo dejaba que me fueses infiel con Cortázar y con Márquez; que hicieses el amor en Buenos Aires, en Londres y en París. Y tú, a cambio, me permitías mirarte. Pero siempre fuiste un egoísta.

Cuando decidía desarmarte, tú me decías que no. 
Yo levantaba las manos, y te pedía una tregua.
O simplemente firmaba mi rendición. 
Sin embargo, nunca me sentí llena

Borges era un hijo de puta.

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