4 oct 2013

Qué hay más triste que la luz de las farolas
que no pueden ver nunca la oscuridad;
que todas esos esqueletos encerrados en casa de madrugada
olvidándose de la belleza de
medianoche
creyendo que su edredón le dará
mejor cobijo que la luna
que yace
sola
buscando un cielo al que pertenecer
porque todos los cuerdos la han abandonado
Qué hay más triste
que las tardes de lluvia
sin un cigarro que llevarte a la boca
que calme tu ansiedad
y queme tus buenos vicios
porque
qué hay más triste que no tener ninguno malo
y dejar que la vida te mate
lentamente, y con piedad

En cambio,
todos esos libros de autoayuda que hacen de pisapapeles
porque sus dueños
 no se han atrevido a empezar
por si acaso
finalmente sí que les ayudan;
todas esas horas malgastadas
en fingir
 que
 todo va bien,
en maquillar los errores
 que tantas veces te prometiste no repetir,
aun a sabiendas
de que caminas en círculos
sobre piedras;
el desgarrador ruido del reloj
que te recuerda que todo
 se te escapa
incluso tú mismo
y
sin que lo sepas.
Las voces mudas
que no paran de gritar pero
nadie las escucha
y todos esos ojos vacíos y desgraciados
que nunca más se podrán llenar;
todas esas flores que ahora están
solitarias
porque nadie las ha visto lo suficientemente bonitas
como para regalar;
los calendarios sin acabar
porque no hay nada interesante por lo que tachar los días,
los aviones que han olvidado su destino
y vuelan con dirección norte, porque nadie les ha contado
que ese es el camino a la realidad;
los otoños en soledad, los inviernos sin abrigo,
las calles mojadas y todas esas cosas
de las que hablan las canciones
que hacen llorar
a estúpidos que las encuentran
deprimentes


eso no es triste,
si os tuviese que hablar sobre tristeza
os hablaría de mí
y de cómo todo eso me alegra porque
al menos siento
que yo no soy la única
-perdida.

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