18 jul 2013

Ojos que gritaban poesía.

No tenéis ni idea de lo que era hundirse en ellos. En aquellas lunas atravesadas por clavos carbonizados.
Y cuando digo clavos es porque sé de qué hablo. 
Empapelados de óxido. 
Flotando. Sobre aquellas ojeras malva que nunca se iban.

Se incrustaban en miradas ajenas y estacionaban en forma de recuerdo.
Quién sabe qué hacían para que comprasen los billetes de ese tren. 
Simplemente lo lograban.
Sin magia. O sí.

También sabían nadar en vasos de tequila.
Y dolía. Las heridas escuecen cuando el alcohol cura.
Demasiados malos vicios. 
No importaba. Aquellas pupilas aguantaban tormentas.
Juro que no había gris más puro. 
¿Y lo bien que les sentaba el humo del tabaco qué? 
Enrojecían. Me recordaban al cielo. Y eso me gustaba.
Esos ojos sí que llevaban a  las nubes.
Te dejaban caer.
Y qué.
Pero lo hacían.

Y el ir y venir de sus pestañas no lo sentiríais jamás como yo. 
Hondo y bien adentro. 
Pero para qué. 
Si hasta seríais capaces de describirlo. Y esas cosas no se describen. 
Palabras hay. Suficientes. Pero solo de verlos te bloquean. 
Y enmudeces. Como todo lo demás.
Game over.
Aunque nadie esté jugando.

Creedme. Eran ojos que quemaban. 
Ojos escritores.
Ojos que asustaban.
Eran míos. 
Tan míos que se escurrieron de mis manos.
Escapando como solían hacer.
Y yo
como era lo que querían,
 los dejé ir.

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